Los vió pasar por la acera de enfrente. Ella, con su gabardina roja, la que reservaba para los días de otoño en los que se despertaba feliz, se aferraba al brazo de su acompañante mirándolo con lo que Javi interpretó como admiración. Por un momento hubiera jurado que el brillo de las pupilas de Laura, o quizá el de su sonrisa, lo cegó, como tantas otras veces, pero saber que la causa ya no era él le provocó un escalofrío que atravesó raudo su espalda.
Como siempre, sintió ganas de hacer muchas cosas: gritar, acercarse y saludar, llamarla, cargársela al hombro y salir corriendo con ella... Pero, sin embargo, se quedó muy quieto, como si alguien hubiese clavado sus pies a la acera, siguiéndolos con la mirada, esperando, ya sin esperanza, que al llegar a la esquina ella se girara y volviera a donde él se encontraba. Esto nunca sucedió. Javi metió las manos en los bolsillos de su cazadora y, cabizbajo, se dirigió hacia su casa, vacía, fría y sin nadie que lo estubiera esperando.
Sintió la tentación de seguir paseando toda la noche, pero el frío ya se hacía notar demasiado. Pasaría la noche, abrazado a la almohada de nuevo, acompañado por el hueco que Laura había dejado en su cama y en su vida, y consolándose al soñar que ella también lo añoraba.
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Pilar C. Sánchez
Escritora por hábito y por vicio, lectora por extensión. Escéptica, anarcocap, dice un título de la UCM que periodista. Con tendencia al caos (ordenado), gusto por las cosas raras y el frikerío en general. Cactus y escorpión, pero se me acaba cogiendo cariño.
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